sábado, 26 de enero de 2013

El conde Sisebuto










fotografía;VilladeMarmolejo.es

A veinte leguas de Pinto
y a treinta de Marmolejo,
existía un castillo viejo
que edificó Chindasvinto.
Perteneció a un gran señor
algo feudal y algo bruto;
se llamaba Sisebuto,
y su esposa, Leonor,
y Cunegunda, su hermana,
y su madre, Berenguela,
y una prima de su abuela
atendía por Mariana.
y su cuñado, Vitelo,
y su nieta Rosalía,
y su consuegra, Lucía
y su hijo mayor, Rogelio.

Era una noche de invierno,
noche cruda y tenebrosa,
noche sombría, espantosa,
noche atroz, noche de infierno,
noche fría, noche helada,
noche triste, noche oscura,
noche llena de amargura,
noche infausta, noche airada.
En el gótico salón,
dormitaba Sisebuto,
y un lebrel seco y enjuto
roncaba en el portalón.
Con quejido lastimero
el viento fuera silbaba,
e imponente se escuchaba
el ruido del aguacero.

Cabalgando en un corcel
de color verde botella,
raudo como una centella
llega al castillo un doncel.
Empapada trae la ropa
por efecto de las aguas,
¡como no lleva paraguas
viene el pobre hecho una sopa!
Salta el foso, llega al muro,
se encamina hacia la entrada,
 -¡Está la puerta cerrada!,
-¡Me ha dado mico mi amada!
-exclama-. ¡Vaya un apuro!

De pronto, algo que resbala
siente sobre su cabeza,
extiende el brazo, y tropieza
¡con la cuerda de una escala!
-¡Ah!…-dice con fiero acento.
-¡Ah!…-vuelve a decir gozoso.
-¡Ah!…-repite venturoso.
-¡Ah!…-otra vez, y así, hasta ciento.
 Sube, que sube, que sube
trepa, que trepa, que trepa,
en brazos cae de un querube,
la hija del Conde, la Pepa.

En lujoso camerín
introduce a su amado,
y al notar que está mojado
le seca bien con serrín.
-Lisardo,…mi bien, mi anhelo,
único ser que yo adoro,
el de los cabellos de oro,
el de la nariz de cielo,
¿qué sientes, dí, dueño mío?
¿no sientes nada a mi lado?
¿qué sientes, Lisardo amado?
Y él responde:-Siento frío.
Frío has dicho? eso me espanta.
¿Frío has dicho? eso me inquieta.
No llevarás camiseta
¿verdad?… pues toma esta manta.

-Ahora hablemos del cariño
que nuestras almas disloca.
Yo te amo como una loca.
-Yo te adoro como un niño.
-Mi pasión raya en locura,
si no me quieres me mato.
-La mía es un arrebato,
si me olvidas, me hago cura.
-¿Cura tú? ¡por Dios bendito!
No repitas esas frases,
¡en jamás de los jamases!
¡Pues estaría bonito!
Hija soy de Sisebuto
desde mi más tierna infancia,
y aunque es mucha mi arrogancia,
y aunque es un padre muy bruto,
y aunque temo sus furores,
y aunque sé a lo que me expongo,
huyamos…vamos al Congo,
a ocultar nuestros amores.
-Bien dicho, bien has hablado,
huyamos aunque se enojen,
y si algún día nos cojen,
¡que nos quiten lo bailado!

En esto, un ronco ladrido
retumba potente y fiero.
-¿Oyes?-dice el caballero-,
es el perro que me ha olido.
Se abre una puerta excusada
y, cual terrible huracán,
entra un hombre.., luego un can…,
luego nadie…, luego nada…
-¡Hija infame!-ruge el Conde.
¿Qué haces con este señor?
¿Dónde has dejado mi honor?
¿Dónde?¿dónde?¿dónde?¿dónde?
Y tú, cobarde villano,
antipático, repara,
cómo señalo tu cara
con los dedos de mi mano.

Después, sacando un puñal,
de un solo golpe certero
le enterró el cortante acero
junto a la espina dorsal.
El joven, naturalmente,
murió como un conejo.
Ella frunció el entrecejo
y enloqueció de repente.
También quedó el conde loco
de resultas del espanto,
y el perro…no llegó a tanto,
pero le faltó muy poco.
desde aquel día de horror
nada se volvió a saber
del conde, de su mujer,
la llamada Leonor,
de Cunegunda su hermana,
de su madre Berenguela,
de la prima de su abuela
que atendía por Mariana,
de su cuñado Vitelo,
y de su nieta Rosalía,
y de su consuegra, Lucía
ni de su chico Rogelio.

Y aquí acaba la la leyenda
verídica, interesante,
romántica, fulminante,
estremecedora, horrenda,
que de aquel castillo viejo
entenebrece el recinto,
a veinte leguas de Pinto
y a treinta de Marmolejo.

                                            Joaquín Abati y Díaz

Durante mi adolescencia, el colegio al cual iba, siempre al terminar el curso,celebraba una pequeña fiesta en la cual mostrábamos nuestros trabajos del año, hacíamos tablas de gimnasia y sobre todo un pequeño espectáculo de teatro, canción.... Un año no sabíamos qué hacer y una amiga nos trajo esta obra que se la contaba su madre y era tradición en su familia. La representamos y tuvimos gran éxito.No sé si nos lo pasamos mejor preparándola o mostrándola. Espero haberos sacado al menos una sonrisa.




jueves, 24 de enero de 2013

De caja de galletas a joyero.

Un día vino mi cuñada con una caja de lata que había tenido galletas diciéndome: ¿Me harías un joyero con ella? Lo dudé un rato, pues nunca antes había hecho cartonaje, pero como los retos son lo mio, estuve buscando y rebuscando por Internet hasta que llegué a facilísimo y allí me encontré con el post de Lansala.

http://manualidades.facilisimo.com/foros/papel/seguimos-con-el-cartonaje_390269.html

Aquí encontré varios manuales y al final me decidí.
 Me costó hacerlo y deshacerlo dos veces o tres, pero al final me gustó su resultado.A su dueña también le encantó ¿qué mas se puede pedir?.

Lleva en decoupage unos angelitos de papel, un mini craquelado (el primero prácticamente que he hecho en mi vida) eso en el exterior. Dentro lleva dos bandejas de cartonaje y en una de ellas un anillero.

Aquí os dejo el resultado final.Espero que os guste.

Hasta la próxima.

lunes, 21 de enero de 2013

La buenaventura




No sé que día de Agosto del año 1816 llegó a las puertas de la Capitanía General de Granada cierto haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre "Heredia", caballero en flaquísimo y destartalado burro mohíno, cuyos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura «que quería ver al Capitán General.»
Excuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del Excelentísimo Sr. D. Eugenio Porto carrero, conde del Montijo, a la sazón Capitán General del antiguo reino de Granada... Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno..., con permiso del engañado dueño, dio orden de que dejasen pasar al gitano.
Penetró éste en el despacho de Su Excelencia, dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como andaba en las circunstancias graves, y poniéndose de rodillas exclamó:
- ¡Viva María Santísima y viva su merced, que es el amo de toitico el mundo!
- Levántate; déjate de zalamerías, y dime qué se te ofrece... -respondió el Conde con aparente sequedad.
Heredia se puso también serio, y dijo con mucho desparpajo:
- Pues, señor, vengo a que se me den los mil reales.
- ¿Qué mil reales?
- Los ofrecidos hace días, en un bando, al que presente las señas de Parrón.
- Pues ¡qué! ¿Tú lo conocías?
- No, señor.
- Entonces....
- Pero ya lo conozco.
- ¡Cómo!
- Es muy sencillo. Lo he buscado; lo he visto; traigo las señas, y pido mi ganancia.
- ¿Estás seguro de que lo has visto? -exclamó el Capitán General con un interés que se sobrepuso a sus dudas.
El gitano se echó a reír, y respondió:
- ¡Es claro! Su merced dirá: este gitano es como todos, y quiere engañarme. ¡No me perdone Dios si miento! Ayer vi a Parrón.
- Pero ¿sabes tú la importancia de lo que dices? ¿Sabes que hace tres años que se persigue a ese monstruo, a ese bandido sanguinario, que nadie conoce ni ha podido nunca ver? ¿Sabes que todos los días roba, en distintos puntos de estas sierras, a algunos pasajeros; y después los asesina, pues dice que los muertos no hablan, y que ése es el único medio de que nunca dé con él la Justicia? ¿Sabes, en fin, que ver a Parrón es encontrarse con la muerte?
El gitano se volvió a reír, y dijo:
- Y ¿no sabe su merced que lo que no puede hacer un gitano no hay quien lo haga sobre la tierra? ¿Conoce nadie cuándo es verdad nuestra risa o nuestro llanto? ¿Tiene su merced noticia de alguna zorra que sepa tantas picardías como nosotros? Repito, mi General, que, no sólo he visto a Parrón, sino que he hablado con el.
- ¿Dónde?
- En el camino de Tózar.
- Dame pruebas de ello.
- Escuche su merced. Ayer mañana hizo ocho días que caímos mi borrico y yo en poder de unos ladrones. Me maniataron muy bien, y me llevaron por unos barrancos endemoniados hasta dar con una plazoleta donde acampaban los bandidos. Una cruel sospecha me tenía desazonado. «¿Será esta gente de Parrón? (me decía a cada instante.) ¡Entonces no hay remedio, me matan!..., pues ese maldito se ha empeñado en que ningunos ojos que vean su fisonomía vuelvan a ver cosa ninguna.»
Estaba yo haciendo estas reflexiones, cuando se me presentó un hombre vestido de macareno con mucho lujo, y dándome un golpecito en el hombro y sonriéndose con suma gracia, me dijo:
- Compadre, ¡yo soy Parrón!
Oír esto y caerme de espaldas, todo fue una misma cosa.
El bandido se echó a reír.
Yo me levanté desencajado, me puse de rodillas, y exclamé en todos los tonos de voz que pude inventar:
- ¡Bendita sea tu alma, rey de los hombres!... ¿Quién no había de conocerte por ese porte de príncipe real que Dios te ha dado? ¡Y que haya madre que para tales hijos! ¡Jesús! ¡Deja que te dé un abrazo, hijo mío! ¡Que en mal hora muera si no tenía gana de encontrarte el gitanito para decirte la buenaventura y darte un beso en esa mano de emperador! ¡También yo soy de los tuyos! ¿Quieres que te enseñe a cambiar burros muertos por burros vivos? ¿Quieres vender como potros tus caballos viejos? ¿Quieres que le enseñe el francés a una mula?
El Conde del Montijo no pudo contener la risa. Luego preguntó:
- Y ¿qué respondió Parrón a todo eso? ¿Qué hizo?
- Lo mismo que su merced; reírse a todo trapo.
- ¿Y tú?
- Yo, señorico, me reía también; pero me corrían por las patillas lagrimones como naranjas.
- Continúa.
En seguida me alargó la mano y me dijo:
- Compadre, es Vd. el único hombre de talento que ha caído en mi poder. Todos los demás tienen la maldita costumbre de procurar entristecerme, de llorar, de quejarse y de hacer otras tonterías que me ponen de mal humor. Sólo Vd. me ha hecho reír: y si no fuera por esas lágrimas....
- Qué, ¡señor, si son de alegría!
- Lo creo. ¡Bien sabe el demonio que es la primera vez que me he reído desde hace seis u ocho años! Verdad es que tampoco he llorado.
- Pero despachemos. ¡Eh, muchachos!
Decir Parrón estas palabras y rodearme una nube de trabucos, todo fue un abrir y cerrar de ojos.
- ¡Jesús me ampare! -empecé a gritar-.
- ¡Deteneos! -exclamó Parrón-. No se trata de eso todavía. Os llamo para preguntaros qué le habéis tomado a este hombre.
- Un burro en pelo.
- ¿Y dinero?
- Tres duros y siete reales.
- Pues dejadnos solos.
Todos se alejaron.
- Ahora dime la buenaventura, -exclamó el ladrón, tendiéndome la mano.
Yo se la cogí; medité un momento; conocí que estaba en el caso de hablar formalmente, y le dije con todas las veras de mi alma:
- Parrón, tarde que temprano, ya me quites la vida, ya me la dejes..., ¡morirás ahorcado!
- Eso ya lo sabía yo... -respondió el bandido con entera tranquilidad-. Dime cuándo.
Me puse a cavilar.
Este hombre (pensé) me va a perdonar la vida; mañana llego a Granada y doy el cante; pasado mañana lo cogen... Después empezará la sumaria...
- ¿Dices que cuándo? -le respondí en alta voz-. Pues ¡mira! va a ser el mes que entra.
Parrón se estremeció, y yo también, conociendo que el amor propio de adivino me podía salir por la tapa de los sesos.
- Pues mira tú, gitano... -contestó Parrón muy lentamente-. Vas a quedarte en mi poder... ¡Si en todo el mes que entra no me ahorcan, te ahorco yo a ti, tan cierto como ahorcaron a mi padre! Si muero para esa fecha, quedarás libre.
- ¡Muchas gracias! -dije yo en mi interior-. ¡Me perdona... después de muerto!
Y me arrepentí de haber echado tan corto el plazo.
Quedamos en lo dicho: fui conducido a la cueva, donde me encerraron, y Parrón montó en su yegua y tomó el tole por aquellos breñales....
- Vamos, ya comprendo... -exclamó el Conde del Montijo-. Parrón ha muerto; tú has quedado libre, y por eso sabes sus señas...
- ¡Todo lo contrario, mi General! Parrón vive, y aquí entra lo más negro de la presente historia.


II

Pasaron ocho días sin que el capitán volviese a verme. Según pude entender, no había parecido por allí desde la tarde que le hice la buenaventura; cosa que nada tenía de raro, a lo que me contó uno de mis guardianes.
- Sepa Vd. -me dijo- que el Jefe se va al infierno de vez en cuando, y no vuelve hasta que se le antoja. Ello es que nosotros no sabemos nada de lo que hace durante sus largas ausencias.
A todo esto, a fuerza de ruegos, y como pago de haber dicho que no serían ahorcados y que llevarían una vejez muy tranquila, había yo conseguido que por las tardes me sacasen de la cueva y me atasen a un árbol, pues en mi encierro me ahogaba de calor.
Pero excuso decir que nunca faltaban a mi lado un par de centinelas.
Una tarde, a eso de las seis, los ladrones que habían salido de servicio aquel día a las órdenes del segundo de Parrón, regresaron al campamento, llevando consigo, maniatado como pintan a nuestro Padre Jesús Nazareno, a un pobre segador de cuarenta a cincuenta años, cuyas lamentaciones partían el alma.
- ¡Dadme mis veinte duros! -decía-. ¡Ah! ¡Si supierais con qué afanes los he ganado! ¡Todo un verano segando bajo el fuego del sol!... ¡Todo un verano lejos de mi pueblo, de mi mujer y de mis hijos! ¡Así he reunido, con mil sudores y privaciones, esa suma, con que podríamos vivir este invierno!... ¡Y cuando ya voy de vuelta, deseando abrazarlos y pagar las deudas que para comer hayan hecho aquellos infelices, ¿cómo he de perder ese dinero, que es para mí un tesoro? ¡Piedad, señores! ¡Dadme mis veinte duros! ¡Dádmelos, por los dolores de María Santísima!
Una carcajada de burla contestó a las quejas del pobre padre.
Yo temblaba de horror en el árbol a que estaba atado; porque los gitanos también tenemos familia.
- No seas loco... -exclamó al fin un bandido, dirigiéndose al segador-. Haces mal en pensar en tu dinero, cuando tienes cuidados mayores en que ocuparte.
- ¡Cómo! -dijo el segador, sin comprender que hubiese desgracia más grande que dejar sin pan a sus hijos-.
- ¡Estás en poder de Parrón!
- Parrón... ¡No le conozco!... Nunca lo he oído nombrar... ¡Vengo de muy lejos! Yo soy de Alicante, y he estado segando en Sevilla.
- Pues, amigo mío, Parrón quiere decir la muerte. Todo el que cae en nuestro poder es preciso que muera. Así, pues, haz testamento en dos minutos y encomienda el alma en otros dos. ¡Preparen! ¡Apunten! Tienes cuatro minutos.
- Voy a aprovecharlos... ¡Oídme, por compasión!...
- Habla.
- Tengo seis hijos... y una infeliz...diré viuda..., pues veo que voy a morir. Leo en vuestros ojos que sois peores que fieras. ¡Sí, peores! Porque las fieras de una misma especie no se devoran unas a otras. ¡Ah! ¡Perdón!... No sé lo que me digo.¡Caballeros, alguno de ustedes será padre!... ¿No hay un padre entre vosotros? ¿Sabéis lo que son seis niños pasando un invierno sin pan? ¿Sabéis lo que es una madre que ve morir a los hijos de sus entrañas, diciendo: «Tengo hambre..., tengo frío»? Señores, ¡yo no quiero mi vida sino por ellos! ¿Qué es para mí la vida? ¡Una cadena de trabajos y privaciones! ¡Pero debo vivir para mis hijos! ¡Hijos míos! ¡Hijos de mi alma!
Y el padre se arrastraba por el suelo, y levantaba hacia los ladrones una cara... ¡Qué cara! ¡Se parecía a la de los santos que el rey Nerón echaba a los tigres, según dicen los padres predicadores.
Los bandidos sintieron moverse algo dentro de su pecho, pues se miraron unos a otros...; y viendo que todos estaban pensando la misma cosa, uno de ellos se atrevió a decirla...
- ¿Qué dijo? -preguntó el Capitán general, profundamente afectado por aquel relato-.
- Dijo: «Caballeros, lo que vamos a hacer no lo sabrá nunca Parrón.»
- Nunca..., nunca... -tartamudearon los bandidos-.
- Márchese Vd. buen hombre... -exclamó entonces uno que hasta lloraba-.
Yo hice también señas al segador de que se fuese al instante.
El infeliz se levantó lentamente.
- Pronto... ¡Márchese Vd.! -repitieron todos volviéndole la espalda-.
El segador alargó la mano maquinalmente.
- ¿Te parece poco? -gritó uno-. ¡Pues no quiere su dinero! Vaya..., vaya.... ¡No nos tiente Vd. la paciencia! El pobre padre se alejó llorando, y a poco desapareció.
Media hora había transcurrido, empleada por los ladrones en jurarse unos a otros no decir nunca a su capitán que habían perdonado la vida a un hombre, cuando de pronto apareció Parrón, trayendo al segador en la grupa de su yegua.
Los bandidos retrocedieron espantados.
Parrón se apeó muy despacio, descolgó su escopeta de dos cañones, y, apuntando a sus camaradas, dijo:
- ¡Imbéciles! ¡Infames! ¡No sé cómo no os mato a todos! ¡Pronto! ¡Entregad a este hombre los duros que le habéis robado!
Los ladrones sacaron los veinte duros y se los dieron al segador, el cual se arrojó a los pies de aquel personaje que dominaba a los bandoleros y que tan buen corazón tenía.
Parrón le dijo:
- ¡A la paz de Dios! Sin las indicaciones de Vd., nunca hubiera dado con ellos. ¡Ya ve Vd. que desconfiaba de mí sin motivo!... He cumplido mi promesa. Ahí tiene Vd. sus veinte duros. Conque... ¡en marcha!
El segador lo abrazó repetidas veces y se alejó lleno de júbilo. Pero no habría andado cincuenta pasos, cuando su bienhechor lo llamó de nuevo.
El pobre hombre se apresuró a volver pies atrás.
- ¿Qué manda Vd.?--le preguntó, deseando ser útil al que había devuelto la felicidad a su familia.
- ¿Conoce Vd. a Parrón? -le preguntó él mismo-.
- No lo conozco.
- ¡Te equivocas! -replicó el bandolero-. Yo soy Parrón.
El segador se quedó estupefacto.
Parrón se echó la escopeta a la cara y descargó los dos tiros contra el segador, que cayó redondo al suelo.
- ¡Maldito seas! -fue lo único que pronunció-.
En medio del terror que me quitó la vista, observé que el árbol en que yo estaba atado se estremecía ligeramente y que mis ligaduras se aflojaban.
Una de las balas, después de herir al segador, había dado en la cuerda que me ligaba al tronco y la había roto.
Yo disimulé que estaba libre, y esperé una ocasión para escaparme.
Entretanto decía Parrón a los suyos, señalando al segador:
- Ahora podéis robarlo. Sois unos imbéciles..., ¡unos canallas! ¡Dejar a ese hombre, para que se fuera, como se fue, dando gritos por los caminos reales!... Si conforme soy yo quien se lo encuentra y se entera de lo que pasaba, hubieran sido los migueletes habría dado vuestras señas y las de nuestra guarida, como me las ha dado a mí, y estaríamos ya todos en la cárcel! ¡Ved las consecuencias de robar sin matar! Conque basta ya de sermón y enterrad ese cadáver para que no apeste.
Mientras los ladrones hacían el hoyo y Parrón se sentaba a merendar dándome la espalda, me alejé poco a poco del árbol y me descolgué al barranco próximo...
Ya era de noche. Protegido por sus sombras salí a todo escape, y, a la luz de las estrellas, divisé mi borrico, que comía allí tranquilamente, atado a una encina. Montéme en él, y no he parado hasta llegar aquí...
Por consiguiente, señor, deme Vd. los mil reales, y yo daré las señas de Parrón, el cual se ha quedado con mis tres duros y medio.
Dictó el gitano la filiación del bandido; cobró desde luego la suma ofrecida, y salió de la Capitanía General, dejando asombrados al Conde del Montijo y al sujeto, allí presente, que nos ha contado todos estos pormenores.
Réstanos ahora saber si acertó o no acertó Heredia al decir la buenaventura a Parrón.

III

Quince días después de la escena que acabamos de referir, y a eso de las nueve de la mañana, muchísima gente ociosa presenciaba, en la calle de San Juan de Dios y parte de la de San Felipe de aquella misma capital, la reunión de dos compañías de migueletes que debían salir a las nueve y media en busca de Parrón, cuyo paradero, así como sus señas personales y las de todos sus compañeros de fechorías, había al fin averiguado el Conde del Montijo.
El interés y emoción del público eran extraordinarios, y no menos la solemnidad con que los migueletes se despedían de sus familias y amigos para marchar a tan importante empresa. ¡Tal espanto había llegado a infundir Parrón a todo el antiguo reino granadino!
- Parece que ya vamos a formar... -dijo un miguelete a otro-, y no veo al cabo López...
- ¡Extraño es, a fe mía, pues él llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca de Parrón, a quien odia con sus cinco sentidos!
- Pues ¿no sabéis lo que pasa? -dijo un tercer miguelete, tomando parte en la conversación-.
- ¡Hola! Es nuestro nuevo camarada... ¿Cómo te va en nuestro Cuerpo?
- ¡Perfectamente! -respondió el interrogado-.
Era éste un hombre pálido y de porte distinguido, del cual se despegaba mucho el traje de soldado.
- Conque ¿decías...? -replicó el primero-.
- ¡Ah! ¡Sí! Que el cabo López ha fallecido... -respondió el miguelete pálido-.
- Manuel... ¿Qué dices? ¡Eso no puede ser!... Yo mismo he visto a López esta mañana, como te veo a ti...
El llamado Manuel contestó fríamente:
- Pues hace media hora que lo ha matado Parrón.
- ¿Parrón? ¿Dónde?
- ¡Aquí mismo! ¡En Granada! En la Cuesta del Perro se ha encontrado el cadáver de López.
Todos quedaron silenciosos y Manuel empezó a silbar una canción patriótica.
- ¡Van once migueletes en seis días! -exclamó un sargento-. ¡Parrón se ha propuesto exterminarnos! Pero ¿cómo es que está en Granada? ¿No íbamos a buscarlo a la Sierra de Loja?
Manuel dejó de silbar, y dijo con su acostumbrada indiferencia:
- Una vieja que presenció el delito dice que, luego que mató a López, ofreció que, si íbamos a buscarlo, tendríamos el gusto de verlo...
- ¡Camarada! ¡Disfrutas de una calma asombrosa! ¡Hablas de Parrón con un desprecio!...
- Pues ¿qué es Parrón más que un hombre? -repuso Manuel con altanería.
- ¡A la formación! -gritaron en este acto varias voces-.
Formaron las dos compañías, y comenzó la lista nominal.
En tal momento acertó a pasar por allí el gitano Heredia, el cual se paró, como todos, a ver aquella lucidísima tropa.
Notóse entonces que Manuel, el nuevo miguelete, dio un retemblido y retrocedió un poco, como para ocultarse detrás de sus compañeros.
Al propio tiempo Heredia fijó en él sus ojos; y dando un grito y un salto como si le hubiese picado una víbora, arrancó a correr hacia la calle de San Jerónimo.
Manuel se echó la carabina a la cara y apuntó al gitano.
Pero otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el tiro se perdió en el aire.
- ¡Está loco! ¡Manuel se ha vuelto loco! ¡Un miguelete ha perdido el juicio! -exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena-.
Y oficiales, y sargentos, y paisanos rodeaban a aquel hombre, que pugnaba por escapar, y al que por lo mismo sujetaban con mayor fuerza, abrumándolo a preguntas, reconvenciones y dicterios que no le arrancaron contestación alguna.
Entretanto Heredia había sido preso en la plaza de la Universidad por algunos transeúntes, que, viéndole correr después de haber sonado aquel tiro, lo tomaron por un malhechor.
- ¡Llevadme a la Capitanía General! -decía el gitano-. ¡Tengo que hablar con el Conde del Montijo!
- ¡Qué Conde del Montijo ni qué niño muerto! -le respondieron sus aprehensores-. ¡Ahí están los migueletes, y ellos verán lo que hay que hacer con tu persona!
- Pues lo mismo me da... -respondió Heredia-. Pero tengan Vds. cuidado de que no me mate Parrón.
- ¿Cómo Parrón?...¿Qué dice este hombre?
- Venid y veréis.
Así diciendo, el gitano se hizo conducir delante del jefe de los migueletes, y señalando a Manuel, dijo:
- Mi Comandante, ¡ése es Parrón, y yo soy el gitano que dio hace quince días sus señas al Conde del Montijo!
- ¡Parrón! ¡Parrón está preso! ¡Un miguelete era Parrón!... -gritaron muchas voces.
- No me cabe duda... -decía entretanto el Comandante, leyendo las señas que le había dado el Capitán general-. ¡A fe que hemos estado torpes! Pero ¿a quién se le hubiera ocurrido buscar al capitán de ladrones entre los migueletes que iban a prenderlo?
- ¡Necio de mí! -exclamaba al mismo tiempo Parrón, mirando al gitano con ojos de león herido- ¡es el único hombre a quien he perdonado la vida! ¡Merezco lo que me pasa!
A la semana siguiente ahorcaron a Parrón.
Cumplióse, pues, literalmente la buenaventura del gitano...

Lo cual (dicho sea para concluir dignamente) no significa que debáis creer en la infalibilidad de tales vaticinios, ni menos que fuera acertada regla de conducta la de Parrón, de matar a todos los que llegaban a conocerle... Significa tan sólo que los caminos de la Providencia son inescrutables para la razón humana; doctrina que, a mi juicio, no puede ser más ortodoxa.

Guadix, 1853.

Este cuento de Pedro Antonio de Alarcón, me lo contaba mi padre. Lo recordaba de cuando era pequeño y lo leía en la escuela. La verdad es que me encantaba porque trataba de bandoleros y eso, en tiempos en que la tele prácticamente no existía, era poder usar la imaginación a pleno rendimiento. No lograba encontrarlo hasta hace poco. Espero disfrutéis de él tanto como yo.

domingo, 20 de enero de 2013

El castillo de irás y no volverás


Erase una vez un pobre pescador que vivía en una choza miserable acompañado de su mujer y tres hijos y sin más bienes materiales que una red remendada por cien sitios, una caña larga, su aparejo y su anzuelo.
Una mañana, muy temprano, salió el pescador camino de la playa con el estómago vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con los aparejos de pescar.
A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y cuando llegó al lugar donde acostumbraba a pescar observó que se había desencadenado una terrible tempestad. Pero el infeliz pescador no pensaba más que en sus hijos y en su esposa, que ya hacía dos días que no probaban bocado, por lo que, sin hacer caso de la lluvia que le empapaba, ni del viento que le azotaba, ni de los relámpagos que le cegaban, armó la red y la echó al mar. Y cuando fue a sacarla, la red pesaba como si estuviese cargada de plomo; por lo que el pescador tiró de ella con todas sus fuerzas, sudando a pesar del viento y de la lluvia, batiéndole el corazón de alegría al pensar que aquel día su familia no se acostaría sin cenar, como en tantas otras ocasiones.
Finalmente el pescador consiguió sacar la red del agua, viendo que en su interior no había más que un pez muy chiquito pero gordito, cuyas escamas eran de oro y plata. Asombrado al ver que le había costado tanto trabajo pescar aquel único pez, el pobre pescador se lo quedó mirando con la boca abierta. De repente el extraño pececillo rompió a hablar y dijo con voz muy dulce, extraordinariamente armoniosa y musical:
- ¡Échame otra vez al agua, oh pescador, que otro día estaré más gordo!
- ¿Qué dices, desventurado? – preguntó el interpelado, que apenas podía creer lo que oía.
- ¡Que me eches otra vez al agua, que otro día estaré más gordo!
- ¡Estás fresco! Llevan mis hijos y mi mujer dos días sin comer; yo llevo dos horas tirando de la red, aguantando el viento y la lluvia, ¿y quieres que te tire al agua?
- Pues si no me sueltas, oh pescador, no me comas. Te lo ruego…
- ¡También está bueno eso! ¿De qué me habría servido cogerte, si no te echara en la sartén?
- Pues si me comes – prosiguió diciendo el pececillo -, te suplico que guardes mis espinas y las entierres en la puerta de tu casa.
- Menos mal que me pides algo que puedo hacer… Te prometo cumplir fielmente tu solicitud. Y se marchó, contento de su suerte, camino del hogar.
A pesar de ser tan chiquito el pececillo, todos comieron de él y quedaron saciados. Luego, el pescador enterró, como había prometido, las espinas en la puerta de su choza.
Por la mañana, cuando Miguel, el hijo mayor del pescador, se levantó y salió al aire libre, encontró, en el lugar donde habían sido enterradas las espinas, un magnífico caballo alazán; encima del caballo había un perro; encima del perro un soberbio traje de terciopelo y sobre éste una bolsa llena de monedas de oro.
El muchacho, que anhelaba correr el mundo, pero que estaba dotado de excelente corazón, dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un céntimo, y, seguido del perro, emprendió la marcha sin rumbo fijo.
Galopó durante tres días y tres noches, recorriendo los bosques, llegando finalmente a una encrucijada donde vio un león, una paloma y una pulga disputándose agriamente una liebre muerta.
- Párate o eres hombre muerto, – rugió el león. Y si eres, como dicen, el rey de la creación, sírvenos de juez en este litigio. La paloma y la pulga estaban disputándose la liebre… ¿Para qué quieren ellas un trozo de carne tan grande…? Yo, confieso que he llegado el último, pero para algo soy el rey de la selva… La liebre me corresponde por derecho propio… ¿No lo crees así?
La paloma habló entonces y dijo, arrullando:
- Ya habías pasado de largo, cuando yo descubrí desde lo alto a la liebre, que estaba mortalmente herida… Me corresponde a mí, por haberla visto morir.
La pulga, a su vez, exclamó:
- ¡Ninguno de vosotros tiene derecho a la liebre! No la habrían herido, si no le hubiese dado yo un picotazo debajo de la cola cuando iba corriendo, con lo que le obligué a detenerse y entonces, un cazador le metió una bala en las costillas… ¡La liebre es mía!
Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en tragedia si Miguel no hubiese mediado.
- Amiga pulga – dijo – ¿Qué harías tú con un trozo de carne como ese, que asemeja una montaña a tu lado?
Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta la puntita del rabo y lo entregó a la pulga, que quedó complacidísima. Del mismo modo, cortó las orejas y el resto del rabo, que ofreció a la paloma, la cual confesó que tenía bastante con aquellos despojos. Lo que quedaba, o sea, la liebre entera, se la cedió al león, que quedó encantado de juez tan justiciero.
- Veo que eres realmente el rey de la creación – exclamó, con su más dulce rugido – pero yo, el rey de los animales, quiero recompensarte como mereces, como corresponde a mi indiscutible majestad.
Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguel, diciéndole:
- Aquí tienes mi regalo; cuando digas: « ¡Dios me valga, león!», te convertirás en león, siempre que no pierdas este pelo. Para recobrar tu forma natural, no tendrás más que decir: « ¡Dios me valga, hombre!»Se marchó el león, alta la frente, orgullosa la mirada, pero sin olvidar llevarse la liebre, y se internó en la selva.
La paloma, para no ser menos, se arrancó una pluma y dijo:
- Cuando quieras ser paloma y volar, no tienes más que decir: « ¡Dios me valga, paloma!»Y agitando las alas, se remontó por el aire.
- Yo no tengo plumas ni pelos – dijo la pulga – pero puedo oírte dondequiera que digas: « ¡Dios me valga, pulga!» y convertirte en un ente tan poco envidiable y molesto como yo.
Miguel volvió a montar a caballo y prosiguió su camino sin descansar, hasta que, al cabo de tres días y tres noches, vio brillar una lucecita a lo lejos. Preguntó a un pastor que encontró:
- ¿De dónde procede esa luz?
El pastor respondió:
- Ese es el «Castillo de Irás y No Volverás».
Miguel se dijo:- Iré al «Castillo de Irás y No Volverás».
Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con otro pastor.
- ¿Podrías decirme, amigo, si está muy lejos de aquí el «Castillo de Irás y No Volverás»?
- Libre es el señor caballero de llegar a él – repuso el pastor, echando a correr como alma que lleva el diablo.
Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro de mollera y se había propuesto ir al castillo, aunque fuese preciso dejarse la piel en el camino; así es que, sin pizca de temor, siguió cabalgando tres días con tres noches, al cabo de los cuales la lucecita parecía acercarse, ¡por fin!, ante sus ojos. Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas, llegó ante el suspirado «Castillo de Irás y No Volverás».
De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de sus ventanas y las cadenas de sus puertas; en lo alto de sus almenas, deslumbraban, al ser heridas por el sol, las incrustaciones de jaspe y lapislázuli, el ónice, el marfil, el ágata e infinidad de piedras preciosas. Rodeaba al edificio un bosquecillo donde, posados en las ramas de sus árboles, cuyas hojas eran de oro o plata, según se reflejara en ellas, el sol o la luna, innumerables pajaritos de colores maravillosos saludaban al recién llegado; unos con burlonas carcajadas, otros con sus trinos más inspirados, otros con palabras de ánimo o de desesperanza.
- ¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! – decían unas voces.
- ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no volverás! – repetían otras.
Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo, continuaba su camino sin detenerse un instante a escuchar los maravillosos trinos, ni volver la cabeza para ver de dónde procedían, sin detenerse ante la fuente de cristal que cantaba: «¡Alto! ¡Alto!», ni el árbol de mil hojas que, como manecitas verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el paso. Así hasta las mismas puertas del castillo, donde ¡oh desilusión! tres perros, del tamaño de elefantes, le impedían la entrada. ¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna manera! ¡Todo antes que retroceder! Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía hacer aquella arma minúscula contra esos formidables monstruos? De repente recordó las dádivas de los animales litigantes y viendo en lo alto, junto a las almenas, una ventana abierta sacó de su bolsa la pluma y gritó:
- ¡Dios me valga, paloma! Una fracción de segundo más tarde, Miguel, convertido en paloma, volaba a través de la abierta ventana y se colaba en el castillo.
Cuando estuvo dentro se posó, en el suelo y gritó:
- ¡Dios me valga, hombre! Y recobró en el acto su forma natural. Se encontró en una sala inmensa, cuyas paredes eran de plata; pero no había en ellas muebles, adornos, ni utensilios de ninguna clase, así como tampoco el menor rastro de persona viviente. Pasó a otra estancia toda de oro y luego a otra de piedras preciosas, esmeraldas, rubíes y topacios que refulgían de tal modo que le cegaban. En todas halló la misma soledad. La contemplación de tales maravillas no impedía a nuestro héroe sentir un gran apetito, hasta el punto de que, impaciente por conocer de una vez la dicha o el peligro que le aguardaba, exclamó:
- ¡Diablo o ángel, genio o gigante, dueño de este maravilloso castillo; todo tu oro, toda tu plata, todas tus piedras preciosas, las trocaría de buena gana por un plato de humeante sopa!
Al punto aparecieron ante sus ojos una silla, una mesa con su blanco mantel, sus platos, cubierto y servilleta. Y Miguel, contentísimo, se sentó a la mesa. Servidos por mano invisible fueron llegando todos los platos de un opíparo festín, desde la humeante y sabrosa sopa de tortuga, hasta las riquísimas perdices, amén de frutas, dulces, y confituras. Terminado el banquete, desaparecieron platos, cubiertos, mesa, silla y manteles como por arte de magia, y Miguel empezó a vagar, desorientado, por los regios y desiertos salones.
- Siete días llevo sin dormir – recordó – si en vez de tanta pedrería hubiera por aquí aunque fuera un jergón de paja… Al punto apareció ante sus ojos asombrados una magnífica cama de plata cincelada con siete colchones de pluma. Miguel se acostó, dispuesto a dormir toda la noche de un tirón. Mas apenas habían transcurrido unas dos horas, le despertó un llanto ahogado, que salía de la habitación vecina.
- Será algún pequeño del hada – murmuró, dando media vuelta. Pero todavía no había conseguido reconciliar el sueño, cuando los sollozos se dejaron oír con más fuerza, acompañados de suspiros entrecortados y lamentos de una voz de mujer.
- Esto se pone feo – pensó, Miguel. Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo, que encontró tan desierto como antes. Pasó a otro y a otro y a otro, hasta recorrer más de cien salones, sin dar con alma viviente y oyendo siempre, cada vez más cercanos, los lamentos. Creyendo que se burlaban de él, dio con rabia una fuerte patada en el suelo, que éste se abrió. Y al abrirse, cayó Miguel por la abertura, a un aposento regiamente amueblado, con las paredes tapizadas de tisú de plata y damasco azul.
En medio de tanto esplendor, una princesita, de rubios cabellos y manecitas de lirio, lloraba amargamente.
- Apuesto doncel – dijo, al verle entrar:
- aléjate cuanto antes de este maldito castillo. No seas uno más entre tantos jóvenes infortunados que aquí han dejado sus vidas, pretendiendo salvar las de otras princesas tan desgraciadas como yo. El gigante dueño de este castillo duerme veintidós días de cada mes, durante los cuales no toma alimento alguno. Cuando despierta, dedica siete días a preparar el banquete con que se obsequia el octavo, después del cual reanuda su sueño. El postre de este banquete consiste en una doncella, princesa si es posible. Mañana despertará el monstruo y la víctima elegida he sido yo. Sólo me quedan ocho días de vida; mas, como nada puedes hacer en favor mío, aléjate, te lo suplico.
- ¡No llores, preciosa niña! – exclamó Miguel. – En siete días puede volver a hacerse el mundo. Y no me tomes por tan poquita cosa. Para defenderte, tengo mi cuchillo de monte y si esto no bastara, puedo convertirme en león, en paloma o en pulga. Seca, pues, tus lágrimas y dime dónde está ese dormilón traga princesas, que ya me van entrando ganas de conocerlo.
- Nada podrás contra el gigante – contestó la princesita. – Ni tu cuchillo ni la garra del más fiero león. Sólo un huevo que se encuentra dentro de una serpiente que habita en el Monte Oscuro, en los Pirineos. El huevo ha de dispararse con tan certera puntería que hiera al monstruo entre ceja y ceja, matándolo. Entonces quedaría desencantado el castillo. Pero también la serpiente es un monstruo maligno y poderoso: devora a todo bicho viviente que se atreve a acercarse a cinco leguas de ella. Créeme, conviértete en paloma ya que tal poder tienes, y sal por esa ventana antes de que den las doce de la noche y despierte el gigante, porque entonces no podrías librarte de sus iras.
- Así lo haré – repuso Miguel – mas será para ir al encuentro de esa monstruosa serpiente y si quieres que salga vencedor en la empresa, – añadió – prométeme que te casarás conmigo dentro de siete días, cuando te saque de este castillo.
Lo prometió así la Princesa, y Miguel, convertido en paloma, voló, al bosquecillo a través de la ventana. Allí volvió a su estado de hombre, para recoger el caballo y el perro, que, alejados cuanto podían de los tres gigantescos guardianes, le esperaban. Montado en su alazán y seguido de su perro fiel, salió del bosque y del recinto del castillo, sin hacer caso de las voces de los pájaros, los árboles y la fuente de plata con que pretendían detenerle. Y anduvo, anduvo, durante tres días, siguiendo la dirección que le diera la princesita, hasta llegar al pueblo, cuyas señas retenía en la memoria, y que se hallaba enclavado ante un monte elevadísimo, cubierto de maravillosa vegetación. Dejó caballo y perro en las cercanías y entró en el pueblo humildemente. Llamó a la primera casa.
- ¿Qué deseas, hermoso doncel? – le preguntaron.
- Una plaza de pastor, sólo por la comida.
- Eres demasiado apuesto para eso – le contestaron. Y le dieron con la puerta en las narices.
Por fin halló en las afueras del pueblo una casa de labranza de blancas paredes, donde llamó y salió a abrirle una linda muchacha.
- Vengo a ver si necesitan ustedes un mozo para la casa – dijo tímidamente.
La muchacha, prendida de la donosura de Miguel, fue corriendo a avisar a su padre. Y éste dio a Miguel una plaza de pastor. Vistiendo la tosca pelliza y el cayado en la mano, salió Miguel al día siguiente, muy de mañana, tras los rebaños flacos y escuálidos.
- No te acerques a aquellas montañas cubiertas de verdor – le advirtió su amo al despedirle – Hay en ellas una serpiente de colosal tamaño, que devora a cuantos pastores y rebaños intentan acercarse siquiera a cinco leguas. Por eso nuestros animales están flacos y en este pueblo la mortandad entre ellos es tremenda, ya que sus únicos pastos son aquellas otras montañas, áridas, y estériles, adonde has de dirigirte.
Pero Miguel hizo todo lo contrario de lo que le habían aconsejado; es decir, se encaminó en derechura a la montaña de la serpiente. Anduvo, anduvo y, desde muchas leguas de distancia, cuando apenas había hollado los pastos verdes y húmedos, oyó el silbido espantoso de la Serpiente que se hallaba en la cima de la montaña. Al poco, la Serpiente llegaba como una exhalación. Pero Miguel, al conjuro de « ¡Dios me valga, león!» se había convertido ya en imponente fiera. Y león y serpiente lucharon con todo el brío posible. Todo era espuma y sangre, silbidos y rugidos de coraje y amenaza. Al cabo de un buen rato, rendidos y jadeantes, cesó el combate y se separaron.
La Serpiente dijo rabiosa:
- Si tuviese agua de la ría, ¡Qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león contestó:
- Y si yo tuviese un trozo de pan, una botella de vino y el beso de una doncella ¡Qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego, añadiendo: « ¡Dios me valga, pulga!», desapareció, para recobrar la forma natural en la falda de la montaña, donde recogió su rebaño y regresó a la casa de labranza, donde no salían de su asombro al ver a los animales tan gordos y relucientes. A la mañana siguiente, cuando salió Miguel con los rebaños hacia el monte, dijo el labrador a su hija:
- Habría que espiar al nuevo pastor, pues no comprendo cómo en un solo día ha podido hacer cambiar de ese modo a los animales. Están gordísimos y lustrosos.
- Padre mío, si quieres, yo iré mañana a vigilarle – contestó ella.
Y a la mañana siguiente, le siguió de lejos y vio cómo se encaminaba a la montaña de la Serpiente y dejaba los rebaños en su falda paciendo a placer, dirigiéndose sin temor al encuentro del monstruo. Luego le vio convertirse en león y luchar fieramente con la Serpiente. Todo era espuma y sangre y rugidos de coraje y amenaza. Por fin, rendidos y jadeantes, se soltaron, y la Serpiente, enfurecida, silbó:
- Si tuviese agua de la ría, ¡Qué pronto, león mío, te mataría!
Y rugió el león:
- Y si yo tuviera un trozo de pan, una botella de vino y el beso de una doncella, ¡Qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego le oyó añadir:
- ¡Dios me valga, pulga! Y  desapareció.
La hija del labrador echó a correr hacia su casa, mas se guardó muy bien de referir a nadie lo que había visto. Al día siguiente, cuando salió Miguel con los rebaños, cada vez más gordos y lustrosos, echó a andar la moza, con un cestito en la mano, siguiéndole de lejos. Y otra vez vio la moza cómo Miguel convertido en león acometía a la Serpiente, cómo los ánimos de las dos fieras se encendían de ira, y ambos despedían chispas y todo el suelo se cubría de sangre y espuma, con nunca vista fiereza y demasía. Por fin, cansados, medio muertos, cesaron el fiero combate y se separaron. Y la Serpiente, azul de cólera, silbó:
- Si tuviese agua de la ría, ¡Qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león, no menos furioso, replicó:
- Si yo tuviera un trozo de pan, una botella de vino y el beso de una doncella, ¡Qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
En aquel instante la hija del labrador salió de la espesura donde estaba escondida, sacó del cesto un pedazo de pan y una botella de vino y se lo dio al león, acompañado de un sonoro beso de sus labios frescos. El león comió el pan con presteza, se bebió el vino, y de nuevo embistió, con renovada energía a la Serpiente. Se repitió la lucha, y otra vez manó la sangre y corrió la espuma de los cuerpos maltrechos. Mas la serpiente no tardó en desfallecer y el león cada vez más pujante le atacaba; hasta que al fin la serpiente se desplomó. Miguel, recobrando la forma humana, después de haber dado las gracias a la hija del labrador, sacó su cuchillo de monte, abrió al monstruoso reptil en canal y extrajo de su vientre el huevo que había de servirle para libertar a la princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
No hay que decir el júbilo y los agasajos con que fue recibido nuestro Miguel en el pueblo, cuando se supo que había dado muerte a la monstruosa serpiente. Todos se disputaban el honor de verlo y abrazarle y todos le regalaban sacos, llenos de oro y riquísimas joyas, y el labrador, loco de alegría, quería casarlo a toda costa con su hija. Pero Miguel ardía en deseos de correr a libertar a la princesita, a quien sólo quedaba un día de vida. Así lo notificó al labrador y al mismo tiempo le pidió, la mano de su hija para casarla a su regreso con su hermano, el hijo segundo del pescador.
Todo el pueblo acudió a despedirle, vitoreándole y llevándolo en hombros; pero él sólo pensaba en no llegar demasiado tarde a salvar a su bella princesa. Cuando, montado en su caballo alazán y seguido de su perro fiel, atravesó, el bosquecillo de los pájaros cantores, de los árboles parlantes y de la fuente de cristal, y se encontró a la puerta del castillo, vio que habían empezado los preparativos para el gran festín.
Inmediatamente dijo:
- ¡Dios me valga, paloma!
Y en raudo vuelo llegó hasta el lugar donde el gigante esperaba a que sonara la hora para dar principio a la matanza. Se posó en el antepecho del ventanal y exclamó:
- ¡Dios me valga, hombre!
Y en hombre se convirtió. Y antes de que el monstruo tuviera tiempo de abrir la boca, sacó de su bolsa el huevo de la serpiente, apuntó con precisión y se lo tiró, hiriéndole entre ceja y ceja, matándole.
Se oyó un estrépito horroroso, como de millones de truenos que retumbaran al unísono y el «Castillo de Irás y No Volverás» se derrumbó.
De entre sus escombros surgió Miguel dando la mano a la Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio. Otras muchas princesas y otros muchos galanes, encantados desde hacía largos años por el Gigante, salieron también.
Los pájaros cantores se convirtieron en hermosos niños, las hojas de los árboles en apuestos mancebos y la fuente de cristal en una lindísima  dama, que se casó con el hijo menor del pescador.
- Acabó mi encantamiento – exclamó la Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
- Yo soy la hija del rey de estas tierras. Vámonos inmediatamente a casa de mi padre. Y a palacio fueron.
El rey se volvió loco de júbilo; llamó al señor obispo y los mandó casar.
Miguel quiso que sus propios padres tuviesen un palacio en la ciudad.
La hija del labrador, que tan eficazmente le había socorrido, se casó con su otro hermano, el segundo hijo del pescador.
Y desde entonces vivieron todos felices y contentos.
Como podéis imaginar, a la llegada de la princesa y de Miguel, tanto el pueblo que la quería mucho  como el rey, los recibieron tirándoles pétalos de flores, aplausos y banda de música, ¿qué música tocarían y cantarían? Imaginad...

Más de una noche nos hemos dormido oyendo de los labios de mi abuela este cuento.No logro recordarlo bien del todo pero se parece bastante.Espero os guste tanto como a nosotros.¡Ah! el nombre del autor no lo sé y no lo he encontrado.Creo que es un cuento de tradición oral.

jueves, 17 de enero de 2013

Amigurumi- Kokeshi

Parece que me voy animando poco a poco a ir publicando. Últimamente me he dedicado al ganchillo.Siempre que veía, de pequeña, las maravillas que salían de las manos de mi abuela, me quedaba absorta mirando. No entendía que con lana , un ganchillo e imaginación se pudieran hacer esas maravillas. Yo, desde luego, no llego a tanto la verdad, pero el gusanillo me va picando y poco a poco y con ayuda de San Google, voy aprendiendo y voy haciendo mis primeros pinitos.Y como para muestra vale un botón, os dejo unas cositas que he hecho últimamente.Espero os guste, ya me diréis.

Estas son unas kokeshi, así creo que se llaman. Las aprendí a hacer gracias a una página que se llama http://lanasyovillos.com/ Si os pasáis por allí, veréis que lo explica de maravilla, tanto en vídeo como por escrito.pero ¡Cuidado! que se hace una página aditiva pues tiene verdaderas monerías.






Con esa misma idea, le hice a mi hija un Ninja, se lo dejé en su habitación y me devolvió esta fotografía:




Bueno, cuando vaya haciendo las fotos de las otras cositas en ganchillo, ya las iré subiendo que alguna otra sí que tengo.

Hasta la próxima.

miércoles, 16 de enero de 2013

Cuento "El gallo Kirico".


No sabía cómo empezar mi andadura por estos mundos y recordé que una de las cosas que quería lograr era poner los cuentos que mi abuela y luego mi madre nos contaba.Siempre dijimos de grabarlos, pero siempre nos olvidábamos.He ido buscando por Internet y los he adaptado a cómo los recordábamos. Empecemos con uno que tanto mis hijos como yo recordamos mejor.Mi madre les hacía participar según iba contándolo y ellos no tenían bastante con una vez, querían que se lo contara más veces. Es...


El gallo Kirico


Esta es la historia del gallo Kirico que iba a la boda de su tío Perico. Esa mañana el gallo Kirico se levantó, se arregló sus plumas y salió contento de su casa hacia la boda de su tío Perico, pero en medio del camino se encontró con una gran plasta de vaca y en su centro divisó un grano de maíz y se dijo:

- ¡Qué hambre! Pero si me como el grano de maíz me mancharé el pico....

El hambre ganó y se manchó su precioso pico. ¿Qué haré? Pensaba, cuando de repente se encontró con la hierba y le dijo:

- Hierba límpiame el pico que voy a la boda de mi tío Perico..

Y la hierba dijo:

- No quiero.

Y el gallo exclamó: ¡Vale, vale! Y siguió andando

Ahora se encontró con una cabra y le dijo:

- Cabra cómete la hierba que la hierba no quiso limpiarme el pico que voy a la boda de mi tío Perico..

A lo que la cabra contestó:

- No quiero

Y el gallo exclamó ¡Vale, vale! Y siguió andando.

Al poco se encontró con un palo y le dijo:

- Palo pega a la cabra que la cabra no quiso comerse a la hierba que la hierba no quiso limpiarme el pico que voy a la boda de mi tío Perico..

Y el palo dijo:

- No quiero

¡Vale, vale! Dijo el gallo y siguió andando..

De repente se encontró con el fuego y le dijo:

- Fuego quema el palo que el palo no quiso pegar a la cabra que la cabra no quiso comerse la hierba que la hierba no quiso limpiarme el pico que voy a la boda de mi tío Perico.

A lo que el fuego contestó:

-No quiero.

¡Vale, vale! Dijo el gallo y continuó andando hasta que se encontró con el agua del río y dijo:

- Agua apaga el fuego que el fuego no quiso quemar el palo que el palo no quiso pegar a la cabra que la cabra no quiso comerse la hierba que la hierba no quiso limpiarme el pico que voy a la boda de mi tío Perico.

Y el agua contestó: - No quiero.

El gallo se quedó parado frente al agua del río y entonces acudió la magia de todo cuento haciendo que se levantara un fuerte viento que arrastró una ola que empapó al gallo y este petrificado vio su imagen en el río y pensó:

- Estoy empapado pero el sol me secará al menos tengo ya limpio el pico y se fue contento y feliz a la boda de su tío Perico.







Bueno, pues ya ésto está empezado. ¿Qué será lo próximo? A esperar toca.....